Correr, disertar y nadar

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Aún no ha amanecido pero el canto insistente de los “bem-te-vi” me avisan que pronto el sol aparecerá en el horizonte, tengo sueño, pero la calle me llama a la distancia. Espero que la primera linea de luz atraviese mi ventana y me pongo en pie como quien es “llamado al deber”. Me visto de atleta, amarro los tenis, enciendo el mp3 y salgo a la calle sin una sombra de duda. Afuera el aire es fresco, adentro la casa parece un infierno. En verano el termómetro empieza desde 28 grados y no hay ventilador que pueda con eso.

La mañana, antes que el sol aparezca, es un momento apacible, todo parece más silencioso, hay pocos carros en las vías y un olor a fresco, como de hierbabuena recién cortada, va y viene con la brisa. Cuando me acerco a la Bahía Sur me siento de repente corriendo entre un sueño, la “maresia”, esa nube de aire salado que se levanta desde el mar, nubla todo, dejando el mundo confuso, borroso, difuminado, medio disperso.

Corro despacio, sin ningún objetivo, sin ninguna pretensión, solo corro. Dejo que un paso secunde el otro como un minuto al siguiente. Siempre que despierto tengo alguna sensación amarrada por dentro, algo que se quedo atrapado de alguno de los sueños, o de una idea fugaz que pasó mientras dormía. Y mientras corro ese hálito de pensamiento preso va saliendo, vaciándome, dejando el espacio libre para ser llenado de nuevo con cualquier cosa. Pensamientos van y vienen, ideas llegan y se van, sensaciones pasan, nada se queda, soy como un recipiente que va regando por la acera todo su contenido. Vuelvo a la casa sudada, con el cuerpo cansado y la mente alerta, como si me hubieran encendido por dentro. Escucho, huelo, veo, siento, soy un ser vivo, apenas existiendo.

Desayuno al sol, haciendo fotosíntesis y empiezo a llenarme a sorbos de pensamientos, ideas, teorías, historias y otros cuentos. Justo entonces, sin más preámbulo retomo una antigua charla con una vieja amiga, mi tesis. Hay días en que me lleva “en la buena”, me susurra brillantes ideas, me deja recorrerla con palabras sinceras. Parecemos dos amantes en pleno apogeo, no hay incómodos silencios, ni temas tediosos o palabras de sobra. Pero hay momentos en que no me soporta. Me grita, me escupe, no me deja decirle nada, le asquean mis ideas, no tolera mis palabras. Me acerco sigilosa, le corrijo un punto, una coma. Le hablo son dulzura, le sonrío y le muestro mi mejor cara, pero ella me empuja, me tira, no me aguanta cerca. La comprendo, no lucho más con ella, le doy un tiempo. Voy, vengo. Hago el almuerzo y almuerzo. Miro al techo. Escucho música, lavo ropa, hago pan, dibujo, me preparo un café, no desespero.

Al rato vuelvo como quien se olvidó de alguna cosa y quiere recogerla. La miro de reojo, bajo un poco la cabeza, y le pregunto si de verdad me quiere cerca, la chantajeo, le digo que si le parece la dejo tranquila, sola, sin compañía, que mejor me voy a la playa, a la fiesta o a buscar otra vida. Eso siempre la conmueve, y me deja volver a ella, a veces reticente, a veces indiferente. La retoco por aquí, le cambio el orden por acá, reviso sus formas y sus detalles, y así poco a poco vuelvo a charlar con ella, volvemos a ser como dos viejas amigas que se encuentran tras una larga ausencia. Y las palabras se despliegan por montones como las notas juntas de todos los instrumentos de un gran concierto, de una sinfonía, de una obra extensa de una orquesta.

Al final del día, tarde en la noche, con el silencio de la calle y el cansancio de la faena, la escucho y la escucho pero no la entiendo, habla palabras extrañas, con teorías indescifrables, es totalmente incoherente, me saca de quicio. La detesto. Es repetitiva, ya me se toda su carreta. No me engaña, no me sorprende, no me interesa. Me levanto con miedo, temo estar perdiendo el tiempo. Me angustia cansarme definitivamente de ella y que no me queden más alientos para aguantarla, para escucharla, para charlar con ella.

Huyo. Recojo mi cansancio, las sobras de lo que en algún momento fueron “grandes” ideas y me escabullo casi sin alientos hasta la piscina. Cargo conmigo un enorme peso. Soy como un caracol ermitaño con un caparazón nuevo, ando despacio, estoy medio perdida, no escucho, no veo nada, no me siento. Caigo en el agua, como cae una roca inmensa en un pozo profundo. Y me deslizo de a pocos entre su azulado brillo. Respiro, pataleo, braceo y respiro de nuevo. Cada vez que regreso a la orilla peso un poco menos, como si me deshiciera en pequeñas partículas de agua, como si todo mi cuerpo lloviera de a poquitos. Y en cada gota que voy dejando allí, se quedan los restos de mi día, los cunchos de mi elocuencia, o mi demencia, ya no puedo diferenciarlas. No me vacío, me deshago despacito como un hielo sobre la mano en pleno verano. Y justo cuando ya no soy nada, vuelvo a casa a reencontrarme conmigo en mis sueños.

Y así pasan mis días, corriendo, disertando y nadando. Hasta que en algún momento no tenga nada más que hablarle a mi tesis y ella se canse, se revele y busque otros ojos que la lean, otras ideas que la encanten y otras fuerzas que la hagan sentir viva. Y así yo, sin nada más que hacer, al fin pueda salir a buscarme una nueva vida.

Comentários

  1. aiaiaiaiaia... Me encanto, definitivamente le pusiste el toque perfecto para describir el dia dia que vivimos los que estamos "escribiendo un chicharroncito de algunas 100 páginas". Valio la pena tanta espera, o será que malacostumbraste a leerte seguido? rsrsrsr :P

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  2. Perdón, pero con tantas cosas en la cabeza es difícil sacarle un tiempito al blog...intentaré no ser tan descuidada con los buenos lectores como tu y seguir escribiendo juiciosamente...vamos a ver si mi tesis no me hace un "show de celos" por venir a "hablarle al oído" a estas "montañas para aprehender" jejeje. Besote caballero!!!

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