FLORIPA
Linda como siempre soleada
con el cielo azul y sin una nube. Así Floripa me recibió la primera
vez que llegué y así me despidió hace algunos días atrás cuando
la dejé. Tres años un mes y una semana se pasaron entre libros,
estudio, fiestas, amistades, hermandades, corridas, amores,
desamores, idas y venidas. Tres años llenos de pequeñas anécdotas,
de miles de recuerdos y seguramente millones de cosas que ya no
recordaré más. Claro que quería irme, necesitaba salir, andar,
fluir de nuevo, hacer de la vida diaria un deleite de pequeños y
grandes descubrimientos, un baile de sorpresas y de enigmas
cotidianos.
Pero irse nunca es fácil, hay que dejar y dejarse un
poco, hay que soltar y soltarse, hay que despedirse y hay que
resignarse a seguir sin poder cargar junto con uno cada partecita
linda, cada día soleado, cada cielo azul, cada pedazo encantador y
cada una de las personas bellas, hermanas y amadas que se quedan. Hay
que aprender a seguir dejando una parte de uno, esa parte que se niega a
partir, esa que cada mañana quiere salir a correr entre los pájaros
de la Baia Sul, que adora caminar entre los buenos vientos de la
isla, que sonríe cada vez que alguien conjuga con cariño el verbo
en segunda persona o que termina una frase usando un “guria” o
“guri”. Y hay que aprender a convivir con ese agujero en medio
del pecho en medio de la distancia me recuerda cuanto amé, cuánto
aprendí, cuánto me divertí, cuanto fui y todo lo que fui en
Floripa.
Salí con la sensación
que pasarán muchos años antes de volver a pisar Floripa y que
cuando vuelva ya no va a ser la amiga, querida y hermana isla que se
convirtió en mi hogar por un tiempito.
Cada cosa tiene su rumbo,
cada ciudad tiene su tiempo, cada hogar sus momentos y cada
uno sus recuerdos. Yo me llevo a Floripa junto, me cargo miles de
recuerdos, recojo mi hogar buscando un nuevo rumbo y me quedo, me
dejo, me abandono un poco en el intento.
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