Privilegios

Intento hacer una lista de todos mis privilegios y salen tantos, pero tantos que me da hambre de tanto pensar. Camino un poco hasta la cocina, reviso la nevera, saco un par de frutas las pico, las mezclo con yogurt, almendras y avena y regreso a mi tarea ¿Qué hacía? Ah sí, inventariar mis privilegios. Añado a la lista: comer cuando tengo hambre, tener electricidad, poder pagar la cuenta de energía, tener una nevera. ¿Cómo clasifico las almendras? ¿Privilegio o locura? ¿Quién come almendras? ¿Por qué como almendras? ¿Debería dejar de comer almendras?

Sigo con la lista: poder decidir qué comer y qué no. Me quedo un tiempo pensando si debería escribir esto como una lista o si sigo así, de corrido, e incluyo: tener tiempo libre para gastar escribiendo, saber escribir y leer, tener computador, haber tenido un computador los últimos 15 años, saber usar un computador, tener internet en la casa, tener una casa (así sea en arriendo), poder pagar el arriendo. Por ese lado se vienen tantos privilegios que mis dedos no alcanzan a digitarlos todos mientras los voy pensando y se me escapan. 

Decido dar una pausa, me asomo al balcón y veo la gente caminando por la playa. Si tener una casa es un privilegio, tener una con vista al mar es demasiado ¿Será mejor categorizarlos? ¿Privilegios básicos, intermedios y absurdos?  Las almendras estarían en absurdos, junto con la bola de yoga que compré hace un par de años. Entre los básicos estarían tener agua, aunque aquí en donde vivo llegue una o dos veces por semana, pero por lo menos no tengo que caminar por horas para buscarla y no tengo que cargarla. En realidad sí cargo algunos baldes, pero apenas unos metros.

Los privilegios de donde se vive me recuerdan una frase que hace unos años me dijo Ricardo, un amigo de un barrio del sur de Bogotá. Cuando él visitó por primera vez mi casa, que en ese momento era la casa de mis padres en Chía (una casa campestre al lado de una linda montaña, toda llena de ventanas, árboles, pasto y flores), me dijo, como si por fin lo entendiera: "ya se Laura por que eres así tan alegre y buena gente, es que si yo tuviera esta vista que tienes desde las ventanas de tu casa yo también lo sería, pero lo que veo es un basurero". Me sonrío al recordar lo simple que me lo explicó, lo claro que lo tenía y lo triste que es.

Decido volver a los privilegios de fondo, porque varios de los que llevo se derivan de tener cosas, y con eso tener dinero para comprarlas o pagarlas. Entonces, tenemos: haber nacido en el seno de una familia de clase media, blanca, en la ciudad capital. Haber estudiado en un colegio privado (aunque solo porque mi mamá era profesora allí y por eso a mi hermana y a mí nos becaban), haber podido estudiar el colegio sin tener que trabajar para vivir, terminar todo el colegio, terminar una carrera en una universidad pública. Definitivamente el posgrado está entre los privilegios absurdos y me armo todo un discurso en la mente sobre la educación privada y pública en este país, en América Latina. Mi inventario empieza a generarme un sentimiento de vergüenza, rabia y frustración.

Después de un tiempo me doy cuenta que eso está conectado con un privilegio que tuvieron mis padres y mis abuelos: estudiar. Mis abuelos por parte de mi mamá no terminaron el bachillerato, creo que ni la primaria, pero trabajando (con bordado y música) lograron darle educación a todos sus hijos, incluso hasta la universidad. Mi abuela paterna, por otro lado, logró estudiar cuando ya tenía tres hijos y nunca paró... hasta terminó un posgrado. Mi privilegio viene de generaciones. Pues fueron los padres de mis abuelos los que migraron a la capital y por ahí va la cosa.

Si sigo por este camino, no solo no voy a terminar este texto, sino que además voy a empezar a inventariar generaciones y generaciones de privilegios. Mejor volver a una lista, sin más explicaciones: ser bogotana, hablar español, (portugués y un poco de inglés entran en los absurdos), ser blanca y de piel morena. Otra pausa. Me quedo pensando sobre lo que ser blanca significa y por qué, sin pensarlo, también incluí luego el color de piel. Es que ser negra no es cuestión de color de piel, sino de origen, cultura, decisión política y autoreconocimiento, así que podría ser blanca de piel oscura o clara, pero la tengo morena. Voy hasta la cocina y me sirvo un vaso de agua del botellón. Incluyo: poder tomar agua potable, en la lista más arriba y me voy sorbiendo poco a poco este mal trago que se me atraganta con lo que ser blanca significa. Me cuesta reconocer que a pesar de tener ancestros que debieron venir esclavizados de Africa y trabajar, apostar y creer en la resistencia y la lucha del pueblo negro, sigo siendo blanca.

Desde aquí, todo se complica. Hay privilegios encima de privilegios y derivados de privilegios. Ser mujer no es nada parecido con un privilegio en este país, en esta sociedad, en este planeta. Pero ser mujer blanca y heterosexual de cierta forma sí. Por lo menos así me parece al pensar las veces que me acosaron, me pagaron menos que a mis compañeros hombres, me callaron o desacreditaron solo por ser mujer, y lo que significa eso mismo para las compañeras negras, indígenas y LGBTI que lo viven junto con todo lo demás.

Podría seguir llenando este blog con mi lista, aunque ya no me parece muy útil porque otra pregunta empieza a darme vueltas y a generarme nuevas preguntas ¿Qué carajos hago yo con mis privilegios? ¿cómo los uso? ¿Cómo los uso con quienes no los tienen? Ahí les dejo entonces un par de preguntas estratégicas esta tarde de domingo:

¿Usted querido lector o lectora ya inventarió bien sus privilegios? 
¿Y qué carajos hace con ellos?



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