Muñeco



Muñeco me carga en su lomo con gran delicadeza bajo el implacable sol del medio día en el Cañón del río Melcocho. Con su paso cansado pero constante, me lleva por entre potreros, bosques, caminos estrechos, puentes y quebradas. Anda como si pasara por una ancha sabana, por pequeños senderos cercados por enormes abismos, desde los cuales el río parece apenas un pequeño hilo de agua. No reniega, no se queja, y no disminuye su paso frente a empinadas subidas, empedradas y lodosas bajadas, ni en las profundas y correntosas quebradas. A veces yo me aferro a la montura y cierro los ojos cuando pasamos por el borde del cañón, y le digo algunas palabras de aliento en esas subidas que parecen ser más fáciles de alcanzar escalando con cuerdas y arneses. Pero Muñeco tiene coraje, es valiente, ha hecho ese camino cientos o tal vez miles de veces, cargando varios kilos de panela, café, maíz, frijol y madera. Conoce cada piedra, cada paso, cada desvío. Sin embargo a pesar de su bravura, le tiene un terrible miedo a los soldados y hoy el camino cuenta con varios de ellos regados por aquí y por allá con sus camuflados, sus maletas, sus botas de caucho y sus fusiles al hombro. Van desde el Porvenir hacia El Retiro, en el Carmen de Viboral Antioquia, igual que lo hacemos nosotros.

Cada vez que muñeco ve a alguno desde lejos se detiene enseguida, se agita y para las orejas. Hay que arrearlo, llamarlo y hasta golpearlo un poco con las botas para conseguir que camine de nuevo. Pasa al lado de cada soldado lleno de pánico, lo más lejos posible, metiéndose bajo las ramas, o en el borde del abismo. Pasa rápido, alerta y temblando como si estuviera cruzando al lado del mismo infierno. Justo la tarde anterior, sin quererlo Muñeco “aporrió” a Julian y a Martin, los hijos de 4 y 2 años de Daniel Beltran. Volvían de la casa de su “mamita”, su abuelita que los cuidaba mientras su mamá estaba en el pueblo. Los dos chiquitos subidos en el lomo del “machito” venían seguidos de Santiago, que con sus 8 años era responsable por sus hermanitos. Llegando a una quebrada donde el paso se angosta, Muñeco vió desde lejos a un soldado sentado justo en medio del camino, cerrando el paso y cuando de repente salió otro corriendo cargando madera desde atrás, se sintió encerrado, entró en pánico y sin pensarlo dos veces se salió del sendero, saltando como loco e intentando huir. A esas alturas los pequeños gritaban y lloraban, pero no pudieron evitar caerse. Mientras Santiago ayudaba a recoger a Julian que se había raspado la cara con unas ramas y el soldado con la madera recogía a Martin que no paraba de llorar, Muñeco huía a paso raudo al lado del río.

Y es que Muñeco como casi todos los habitantes del cañon del Melcocho, tienen razones para temerle a los soldados. Los dos que causaron el pequeño accidente en el camino o los que dificultan hoy nuestro paso, pueden no entenderlo, pueden no saberlo, puede no importarles, pero otros con esos mismos uniformes, con esos mismos escudos, esa misma bandera en el hombro y con fusiles iguales, entraron varias veces a la vereda, maltrataron a unos y a otros, se aliaron con los paramilitares, se robaron el ganado, abusaron, violentaron y hasta mataron a la gente de las veredas, a los campesinos, acusándolos de colaboradores de la guerrilla y hasta de guerrilleros.

Desde inicio de los 80 la guerrilla transitaba por el cañon y desde el 87 los “elenos” del Frente Carlos Alirio Buitrago hicieron presencia permanente en la zona. Aunque los campamentos estaban lejos, los guerrilleros del ELN pasaban constantemente por aquí y por allá, pidiendo algo para beber, preguntando si había “gente rara” en las veredas, queriendo que les vendieran un pollo o una vaca y aunque no abusaron o maltrataron a la gente del cañón, estaban armados y ¿quién se negaba?. Pero justo después que Alvaro Uribe Velez se posesionó como presidente y que su política de “Seguridad Democrática” empezó a “correr” por todo el país, El Porvenir, El Retiro, El Cocuyo, Santa Rita, y las demás veredas del cañon del Rio Melcocho, se convirtieron en escenario de guerra. La “Seguridad Democrática” venía con “paracos”, robos, insultos, maltratos, retenes de comida, acusaciones, violaciones y asesinatos extrajudiciales incluidos.

La gente, que años atrás vivía del café y se reponían de la roya que acabó con sus cultivos, empezó a huir de sus tierras, con miedo. Cargaban sus familias, sus pocas cosas, cerraban sus casas con candados y andaban las 3 o 4 horas, caminando en compañía de sus caballos y sus mulas por entre las montañas para llegar hasta la carretera, y de ahí varias horas más para llegar hasta la ciudad, a vivir arrumados en casas de familiares, a intentar ganarse la vida en lo que saliera, lejos de la guerra, o por lo menos, lo más lejos posible.

Muchas veredas quedaron totalmente desoladas como Cristalina o Santa Rita, mientras que en el Porvenir de 40 familias, apenas 11 “resistieron”, no tenían nada que deberle a nadie, habían trabajado sus tierras, habían sembrado cada árbol, abierto cada lote, cuidado cada arrollo, criado cada cabeza de ganado, en ellos estaba su vida y por ella se quedaron. Se quedaron haciendo grupo de oración los domingos, sembrando apenas lo de sobrevivir, a veces aguantando hambre... se quedaron con miedo, pero con la fortaleza y verraquera propia de los paisas, de la gente de Antioquia y con la constancia de la gente del campo, de los campesinos de los andes.

No fue fácil, pues cada uno de los días de esos 4 años que quedaron resistiendo en medio de la guerra, estuvieron llenos de zozobra, en medio de enfrentamientos, acusados por unos y por otros de ser colaboradores de unos o de otros, viendo día a día como las montañas que siempre los habían resguardado, se convertían en un campo de guerra, minado, maltratado, señalado, en donde muchos de sus hijos eran heridos, humillados y asesinados. Pero aún así se quedaron. Porque ¿para dónde irían si esas eran sus casas, sus quebradas, sus veredas, sus bosques, sus montañas, sus vidas? Porque eran los otros, esos armados, de un bando o de otro, los que debían irse. Y también se quedaron cuando los hombres del ejercito nacional de “su país”, aliados con los paramilitares vinieron a quitarles él único sustento que tenían de vida: el ganado y las bestias. Se quedaron cuando vinieron acusándolos de cuidar las bestias de los guerrilleros y cuando pasaron casa por casa, finca por finca arrebatando por la fuerza y con las armas cada mula, cada vaca, cada caballo. Aún así, casi sin nada, se quedaron.

Santiago Beltran, con sus ocho años, mientras intentaba capturar al fiel caballo de la familia río abajo, sabía bien que la culpa no era de Muñeco. Pues Muñeco, como todos en el Cañón, recuerda bien aquellas veces que lo hicieron trabajar de más, que lo obligaron a punta de fusil a cargar municiones, a traer comida, a quedarse callado, a humillarse. Recuerda el día que cargó a Oscar Beltran el tío de Santiago, que con 16 años casi muere por obra de una mina quiebrapatas, mientras paseaba un ganado en la finca de su padre. Recuerda cuando secuestraron a Lorena Beltran la hermana de Oscar, profesora de la vereda o cuando mataron a Sergio y a Marino Beltran hermanos de Lorena, por culpa de esa guerra que no les pertenecía.

Pero lo que más recuerda Muñeco es aquel día del 2007 en que vinieron los paracos junto con los militares y se lo robaron de su casa junto con el resto de caballos, mulas y bestias de la familia, mientras todos lloraban, rogaban, suplicaban que les dejaran el sustento de vida, sus medios de transporte, sus fieles animales. Recuerda como andó por más de dos horas con los hombres armados y cómo logró escaparse, para volver junto con su familia. Recuerda que esos uniformes, esos escudos y esos fusiles, o unos iguales a esos, trajeron la guerra y la dejaron bien aferrada al las veredas del Cañón del Río Melcocho. Y pasa al lado de cada uno como si pasara al lado del mismo infierno.

A veces me bajo del lomo de Muñeco, tomo las riendas y camino en su frente, entiendo sus miedos y también me duelen, pero tenemos que seguir caminando a pesar de los soldados que descansan a lado y lado del camino. Y como todos los que habitan estas montañas impetuosas, Muñeco a pesar del miedo, avanza, deja atrás los soldados, baja las orejas, se acomoda, retoma sus fuerzas y anda a paso firme por entre las quebradas, las laderas y los bosques, de los que hace parte. Sigue su camino cargando sus recuerdos y sus miedos, que aunque pesan, no detienen su paso, ni su vida. Al final él es de la familia Beltran, de la vereda del Porvenir, del Cañon del rio Melcocho, es valiente, bravo y aguerrido.



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